Obertura
Y todo se tornó oscuro… Ni siquiera era consciente de cómo había llegado a ese mundo tan oscuro.
La pequeña Gris ya no era tan pequeña. Había crecido a marchas forzadas y aquello, era la prueba definitiva del cambio a la edad adulta. Un cambio brusco y violento, sin anestesia. Sin comprensión ni palabras de aliento. Gris había conocido la pérdida. La pérdida de su mundo tal y como lo conocía. La pérdida de ella misma, o al menos, de una gran parte. Y las preguntas que surgían ahora en su mente, eran tan sencillas de formular como difíciles de responder ¿Alguna vez volvería a ser ella misma? ¿A recuperarse? ¿A encontrarse? O se había perdido ya para siempre.
Caminó varias lunas por un desierto. Un desierto blanco, desolado, en el cual sólo había cuervos negros y estatuas rotas. Estatuas con su misma figura, completamente fracturadas. Nada tenía color. Ni el mármol verde de esas estatuas, ni su capucha ocre desgarrada, ni sus cabellos azules, ni sus mofletes rosados, ni sus labios escarlata. Todo era blanco o negro. Como si estuviera dibujada en una viñeta a lápiz en la que los trazos son todavía torpes.
No sentía sus pies y no podía caminar. Apenas unos pocos pasos pesados, tras los cuales, rápido perdía el equilibrio y quedaba sentada en la arena. Hasta se sentía exhausta mucho antes de decidir dar el primero.
Intentó alzar la voz un par de veces, las cuales acababan en un suspiro ronco. Y se percató, en un instante, de que no podía articular palabra ni sonido. Había perdido su voz. Y sin todo eso, sentía que no era nadie. Sentía que todo se le había escapado.
Acto I: Negación
Después de un tiempo vagando por el inmenso y blanco desierto, Gris mueve sus pies con rapidez. Quiere huir a un terreno más fértil, como si quisiera negar la existencia de ese lugar. Por qué, bien debía de haber otro sitio ¿no? ¿Realmente ella lo conoció? ¿Alguna vez había vivido en él?
Gris recorrió terrenos yermos de un blanco roto. Caminó entre edificios y grandes cúpulas derruidas. Aún sin saber orientarse, corría sin detenerse y sin descanso.
De repente, llegó a una gran bóveda. Y en su interior, una pequeña cadena de estrellas, que después de tocarlas, se posaron con gran fragilidad en su mano. Y miró al cielo mortecino reavivado por una tenue luz.
El viento le insufló un aliento de vida, y sin detenerse, Gris volvió a saltar. A elevarse entre majestuosas aves, con grandes alas como alfombras. Volando en un paisaje estéril con elegancia y con lentitud sin signos de amenaza. Y Gris volvió a llorar. Y volvió a soñar con elevarse tanto como aquellos especímenes. Pero de momento, sólo podía correr y saltar tan alto como sus entumecidas piernas le dejaban.
Y sintió esa necesidad de correr y de explorar. En su interior, algo se movía y le urgía a huir de ese desconocido lugar. Y escuchó el compás de unas notas acompasadas con su paso. La primera música que había experimentado en meses. Apenas unas primeras notas y unos tintineos de vidrios rotos que le señalaban el lugar al cual tenía que dirigirse. Ella no pertenecía a allí. No se debía demorar.
Algo se movía en su interior. Algo le urgía a correr, a saltar, a volar, a gritar. En su pecho se abría un abismo que la engullía y la arrastraba a un territorio más cruel, que ella desconocía. Se negaba a adentrarse en él y, a la vez, notaba que su voluntad sucumbía al mismo. La misma estatua fracturada aparecía una y otra vez y se quiso refugiar en la mano derruida y enterrada para hacerse invisible, para que ese dolor de pecho dejara de partirla en dos.
Y dejó ese desierto blanco y fantasmal para adentrarse a uno rojo devastado y furioso.
Acto II: Ira
Y al principio se deslizó por una ladera roja a gran velocidad. Sin posibilidad de detenerse ni de detener el tiempo. Una ladera enmarcada por rocas y troncos secos totalmente inertes. En el fondo de la cual se definía un paisaje en ruinas, con inmuebles enterrados, demolidos, y grandes pirámides esculpidas con roca y arena.
Y al final de esa ladera, cayó a un gran puente entre las brumas y el sol anaranjado del atardecer.
Gris prosiguió su camino por el desierto, cada vez de un rojo más intenso y más oscuro. Corría rauda y veloz a través de grandes molinos que soplaban un aire carmesí violento que en algunos momentos la arrastraban, como lo hacía su dolor, que la paralizaba y la hacía retroceder. Y Gris, volvió a sentir que se le abría la cabeza en dos mitades: la del dolor y la de la lucha. Ambas dolorosas. Demasiado aún.
Pero retó al viento, volviéndose dura como una roca. Se abrió paso entre sus continuas ráfagas, como si lo desafiara, con una mirada intensa y gran entereza. Dejando atrás las lágrimas. Dejándolas secar en ese terreno árido. Luchando por volver a un punto conocido o a un nuevo amanecer más dorado y menos cruel.
Volvió a recoger estrellas caídas para orientarse, entre monolitos que caminaban y se enmudecían en su presencia. En la presencia de esa extraña y pequeña criatura que había irrumpido en un mundo que no era el suyo.
Quiso gritar pero no pudo. No todavía. Solo cabía rabia, la misma con la que se abrió paso de una manera determinante llegando a una sala de cristal, donde pudo ver encarnado su dolor en diferentes espejos. Donde pudo ver los rostros de su pérdida.
Pero no desistió y siguió con gran fuerza hasta un palacio con puentes metalizados que se abrían a su paso. Había también grandes campanarios desarmados con pinturas extrañas de constelaciones ancestrales aún por descifrar. Aparecían engranajes complejos y sincronizados, como los de un reloj en su fabricación, al que sólo Gris con sus saltos pudo dar vida. Conectando las piezas y fabricando un camino que la llevaría a una gran estatua al final de su ruta. Como si se tratara de un refugio y de un punto de contacto con el mundo real. Suyo. Como si se tratara de esa constante, entre esos parajes tan mutables.
Y así llegó el verde, la calma momentánea, el soplo de vida. Y así Gris pudo ver luz pura y volver a descifrar la naturaleza de las cosas.
Acto III: Negociación
Gris volvió al desierto cayendo a través de una gran rama frondosa. Sólo que no acabó en aquel desierto despiadado e infecundo. Esta vez se abría ante sus ojos un gran bosque selvático de árboles geométricos con copas de un verde azulado y troncos calizos. Entre la selva, todavía podía vislumbrar las ruinas del palacio invadido por la vegetación. Y se preguntó si algún día sus ojos lo habían visto en su esplendor, pero no podía recordarlo. Gris sólo podía suspirar frente al agotamiento de estos pensamientos. No había recuperado todavía su voz y se sentía impotente, pues no podía llamar a nadie en su ayuda.
Pero notó que no estaba sola y de entre las piedras los pequeños animalillos la miraban con cara extrañada y se escondían en la tierra en cuanto ella aceleraba el paso. Se percató de que estaba siendo observada mientras se elevaba por los árboles sombra, que cambiaban su copa siguiendo sus saltos, transformándose así en triángulos y rectángulos que aparecían y desaparecían bajo sus pies. Hasta que una manzana cayó al suelo, y un nuevo amigo se descubrió ante ella. Pronto compartieron saltos a través del bosque y de ese gran castillo oculto en la espesura.
Cúbic era diminuto con forma y cuerpo de roca, de cara amigable, entonaba dulces sonidos misteriosos para comunicarse con el boscaje. Y cuando comió tantas manzanas como Gris le suministraba, quiso volver a casa, a la raíz del gran árbol. Pero no fue sólo, Gris lo acompañó para así conocer el secreto de la maleza y el corazón de la naturaleza. Las raíces. El interior de la vida. Los primeros brotes entre una tierra antes devastada. Y cuando vislumbró la magia escondida y el origen, Cúbic se despidió de su nueva amiga otorgándole otra estrella. La que le volvería a iluminar en su camino y la ayudaría a encontrar de nuevo la dirección correcta.
Un encuentro furtivo y fugaz el de ellos dos que había ayudado a Gris a empezar a volar cada vez más alto. A elevarse de nuevo a ese mundo perdido que empezaba a esbozar en su retina y que quería alcanzar.
Pero apenas su lucha había empezado. Tal como empezó a volar se vio perseguida por una oscura golondrina, que la atemorizaba con su graznido. Y voló y corrió y voló más alto, cada vez más, entre las torres de cristal para escapar. Impulsándose en el revoloteo de pequeñas avecillas. Huyendo. Hasta que descubrió que podía usar su gruñido para propulsarse y llegar a lo más elevado del campanario. Y cabalgar por el viento en su lomo, aceptando su miedo y haciéndose valer de su fortaleza para empujarse cada vez más.
Finalmente llegó al punto más prominente. Contempló las estrellas y se puso a llover. Gris vio de nuevo el Azul.
Acto IV: Depresión
De entre la lluvia se erigía un castillo de cristal. Ese que había recorrido tantas veces, pero que cada vez mutaba y completaba sus estancias. Y las salas antes desmanteladas y vacías se llenaban de grandes vasijas en las cuales se escondían pequeños cardenales rojos que echaban a volar.
A través de un pasaje en el sótano, Gris entró en un bosque oscuro, de tierra negra y flores extrañas con colores de neón. Flores que se iluminaban sólo con su toque y que llevaban a un palacio inundado. Sólo que no era otro diferente del que había dejado atrás, sino un reflejo del mismo. Como el reverso o simplemente su refracción.
Aquello se sentía como atravesar el espejo de Alicia en el País de las Maravillas. Era el mundo que tanto había transitado, y a la vez no era el mismo. Ese mundo a la inversa que no era tampoco el suyo. Sólo la entrada a una tierra inundada, solitaria y triste. Una entrada anegada en lágrimas derramadas que formaban lagos, ríos y un océano inmenso a explorar.
Gris recolectaba astros en estancias de hielo que trataban de paralizarla y encerrarla en bloques de hielo. Inmortalizando cada movimiento y cada uno de sus actos. Tan duro en sus formas estáticas, como frágil al movimiento.
Y Gris nadó.
Se zambulló en los parajes de ese gran escenario acuático con una gran arboleda blanca con sus copas gelatinosas y cascadas imposibles de remontar. Pero Gris lo hizo, nadando tan veloz como sus nuevas aletas le permitían. Surcando arroyos y lagos en un paisaje enmarcado con pececillos tropicales y dientes de león multicolor. Y en el fondo del océano encontró la belleza del cielo que despertó a uno de sus espíritus más ancestrales.
Y con la firmeza de aquel espíritu tortuga pudo navegar a aguas más profundas y más oscuras. Aquellas que habían estado ocultas en el fondo marino por mucho tiempo, dejaban al descubierto ahora sus misterios.
Pues Gris era Luz.
Acto V: Aceptación
Pero en esa luz aún había matices de sombras.
Y Gris volvió a luchar con su último miedo que la perseguía veloz por los mares que ya había sondeado. Tratando de atraparla en las fauces de una peligrosa y larga anguila, que a veces se dividía y, a veces, la acechaba en los rincones de los caminos angostos del paisaje de su mente.
Y cuando volvió a vencerla y a ganarle distancia se sumió en un firmamento lleno de estrellas y de constelaciones hasta ahora nunca antes reveladas. Había salido de un mar profundo con gran tenebrosidad, a otro mar más luminoso y etéreo.
A Gris se le reveló así un castillo que había estado en la penumbra, incompleto, enterrado e inundado. Ahora resplandecía con todo su esplendor. Un palacio hecho de luz y para la luz. Un palacio en el aire. Con una vegetación que destellaba ráfagas de luminiscencia y bellas flores rojas que se abrían al paso seguro de Gris.
Y Gris volvió a entonar. Y por primera vez en mucho tiempo, Gris pudo gritar, pero también cantar. Y saltó y corrió. E incluso bailó en las torres efímeras que desaparecían en la noche, que Gris volvía a encender en su caminar. Pues era Luz y sus pasos firmes, antes inseguros, la dirigían a las estrellas. A un palacio inverso en el cosmos. A caminar boca abajo y desafiar la gravedad. Cantando a flores y bailando con colibríes. Cabalgando escarabajos y encantando flamencos.
Y cuando hubo alcanzado la bóveda celeste enfrentó a su reflejo antes cruel. Lloró de tristeza. Aceptando la amargura de sus lágrimas. Los suspiros y las palabras calladas. Lo que nunca pudo decir se agolpaba en su garganta, pero por fin pudo expresarlo.
Gris aceptó la pérdida y el sentido de la vida.
También aceptó el sentido de la muerte.
CIERRE
Cuando abrió los ojos, se encontró de vuelta al lugar inicial. Un paisaje blanco rodeado de estatuas con extrañas flores azules. Y volvió a saltar, ganando metros, hacia un camino poco certero.
Pero algo era distinto, y es que había calma y su melodiosa voz cada vez se escuchaba de forma más clara.
Al final de su camino, reconoció la estatua, todavía a pedazos. De pronto, como por arte de magia, se fueron uniendo todas las piezas. Y los colores empezaron a inundar el paisaje. Rojos, verdes, azules y amarillos. Luces y sombras. Lilas y rosados. Nubes y niebla. Y se descubrió un escenario mágico. Una gran mansión, sin salas ocultas ni sombrías. Todas las salas que había recorrido Gris.
En el bosque se extendía la vegetación y en el desierto los ocasos recuperaron su color. Los días se volvieron radiantes y las noches, con un azulado pálido bañado por la luz de la luna.
Los árboles sacudían sus hojas; hojas verdes, rojas, hechas de luz, de agua e incluso de aire.
Gris volvía a iluminar el mundo. Su mundo que tanto se había apagado.
Volvió a dibujarlo en otro lienzo, y ahora sí, en él, puso todos los colores perdidos.